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OPERACIÓN IMPALA

Breve reseña de un viaje en moto a través de África, escrita bajo la presión de mis amigos Javier Cucurella y Lorenzo Font, que no han dejado de machacarme y alabar las prestaciones de Internet. Espero que les guste.

"Navegando por la red" (creo que se dice así) he descubierto el reportaje "Viva Montesa" y visto reproducida la fotografía de don Pedro Permanyer, el co-fundador de Montesa juntamente con Paco Bultó. En un momento me he visto introducido en la cápsula del túnel del tiempo y proyectado a una lejana y brumosa noche de diciembre de 1961, hasta ser depositado a una mesa del el restaurante "Milán" de Barcelona (Paseo de Gracia-Consejo de Ciento", hoy desaparecido) en donde este pionero de la industria motorística española nos había invitado, a mi y a mis cuatro compañeros de fatigas de "Operación Impala", a una cena de despedida, antes de volar a Ciudad de El Cabo, desde donde emprenderíamos nuestra proyectada travesía del continente africano en tres prototipos Montesas 175 cc con el objeto de someterlas a una exhaustiva prueba de resistencia. Mis compañeros eran Oriol Regás, Tey Elizalde, Enrique Vernís y Rafa Marsáns, los cuatro, expertos motoristas. La escandalosa excepción era yo, que no distinguía el puño del gas del puño del embrague. Debo de consignar en mi descargo que yo había sido seleccionado como fotógrafo y cronista de la expedición.

A la hora de los cafés, don Pedro nos hizo firmar un documento por el que Montesa se desligaba de toda responsabilidad por los riesgos y percances que pudiéramos sufrir en el transcurso de la travesía. Inútil es decir que firmamos en el acto, sin pensárnoslos dos veces. Lo mismo que habría hecho cualquier joven en nuestra situación. Y, por supuesto, no íbamos a cobrar ni cinco. ¡Como si la emoción de la aventura en ciernes no fuera suficiente paga! Por supuesto, no faltaron los derrotistas de siempre que nos auguraron desgracias sin cuento. Mi abuela la primera. Estaba convencida de que acabaría en la olla de los caníbales. Ni voluntarios que pretendían sumarse a la expedición, al precio que fuera.
Preparar una travesía de este calibre es casi tan emocionante (o más) que la travesía misma. En una nave de la factoría Montesa en Esplugas de Llobregat se iban acumulando los pertrechos expedicionarios y los regalos que nos hacían espontáneamente muchas empresas dedicadas al mundo del motor. Nosotros abríamos los paquetes con la misma ilusión con que los niños abren los del árbol de Navidad que por aquellas fechas se preparaban en muchos hogares de Barcelona. El equipaje pesado fue embarcado rumbo al Cabo veinte días antes de nuestra partida en avión. Los promotores de la expedición había pensando que la idea de hacer el viaje de Sur a Norte, con final en Barcelona, era mas atractiva que al revés. Y no les faltaba razón. En Ciudad de El Cabo no habría habido nadie para recibirnos.
El reportaje WEB incurre en un pequeño error cuando dice que salimos de Barcelona el 15 de enero. Un descuido sin importancia. En realidad lo hicimos el 4. En Barcelona, las temperaturas mínimas rozaban los cero grados (equivalentes a los - 40 de cualquier aldea siberiana por estas fechas) pero en Ciudad de El Cabo nos dio la bienvenida un radiante sol veraniego. En esta ciudad compramos un Land Rover que prestaría las funciones de buque nodriza para estibar los repuestos, las provisiones, la tienda de campaña, un infiernillo de butano, depósitos de agua, de gasolina, un botiquín de campaña, cámaras y cubiertas de recambios y una pistola de aire comprimido con su correspondiente dotación de balines, nuestra única arma para hacer frente a las fieras y tribus hostiles al hombre blanco. Lo bautizamos "Kiboko", que en lenguaje swahili quiere decir rinoceronte. Por su increíble resistencia y fortaleza.
En la misma tienda, le atornillaron la matricula de Andorra (Principat d´Andorra 2819) que habíamos traído en nuestro equipaje. En aquellos lejanos tiempos, comprar un coche extranjero era muy complicado. Las autoridades andorranas nos solucionaron el problema con la condición de que, a la vuelta, entráramos por su frontera del Pas de la Casa procedentes de Francia. Para una mejor explicación del misterio, os sugiero que lancéis un mensaje a la red. Oriol Regás os lo explicará mejor que yo.
Antes de partir de El Cabo, el cónsul español, don Mario Ponce de León - que nos cuidó como un padre - nos regaló un par de botellas de whisky:
- Para que os lo bebáis en ocasiones especiales En Pretoria, Pilar Rubio, la gentil embajadora española en la República de Sud Africa, nos cocinó una monumental tortilla de patata.
- Para reponer fuerzas en los momentos duros. Antes de llegar al río Limpopo ya no quedaban ni los rabos. A todos nos sorprendió gratamente el sabor que tiene una tortilla de patatas elaborada a tantos miles de kilómetros de su lugar de origen. Un vago sabor a España.
Es imposible resumir en unas pocas páginas los tres meses de nuestros accidentados vagabundeos por Africa. Vistos a través de la perspectiva que prestan los años transcurridos, los veo como una experiencia maravillosa y gratificante. Como por arte de magia, los malos momentos se convierten en buenos. Incluso los sustos y porrazos que me pegué conduciendo las Montesas por los caminos embarrados de Rhodesia (hoy Zimbawe) en plena época de lluvias. Aunque, como he dicho antes, yo había sido fichado como cronista, cuando un experto se lesionaba, este pasaba a Kiboko y yo me hacía cargo de su moto. Cada dos por tres me iba de cabeza al barro. Mis compañeros me sacaban tirando de los pies, con mucha paciencia me volvían colocar encima de la moto, me limpiaban las gafas, me daban unas palmaditas en la espalda y me animaban:
- Anda, Manolo, que lo estás haciendo muy bien. No creo que sea ninguna exageración si digo que he sido el único motorista español que ha aprendido a tripular una moto en el continente negro.
Recuerdo con especial nostalgia las sobremesas bajo la lona de la tienda al cabo de una agotadora jornada por el "bush" rhodesiano, saboreando un whisky campamental (que Enrique Vernis, nuestro cocinero oficial administraba con cuentagotas). A lo lejos se oía rugir a los leones, y miles de mariposas y polillas nocturnas revoloteaban en torno al farol de petróleo. Era el momento de relajarse y marcar en el mapa el paso de hormiga que habíamos cubierto aquella jornada. Cuando uno está en el cono Sur africano, la distancia que nos separaba de España nos parecía astronómica.
Aunque nos dominaban el afán de quedar bien con nuestros patrocinadores y la obsesión del kilometraje diario, hacíamos los altos necesarios para admirar debidamente las maravillas que nos iban saliendo al paso. Uno no viaja a Africa cada día. Un momento verdaderamente sublime fue cuando descubrimos la nevada cima del Kilimanjaro por encima de las nubes. ¿Quién no se ha estremecido al conjuro del nombre de esta cima legendaria? Nieve en la misma línea del Ecuador. Y allí estabamos nosotros, afortunados mortales, cubiertos de polvo rojo, admirando este prodigio de la Naturaleza, mientras a nuestro alrededor pacían cebras y wildebest y un rinoceronte ceñudo que no nos quitaba los ojos de encima.
Lo que nos ocurrió con los tonga rebasa los límites de la imaginación mas exaltada y confirma el dicho que la realidad supera ampliamente la fantasía. Los misioneros españoles de Kariangwe nos aconsejaron que los fuéramos a visitar, sin falta.
- ¿No se tratará de una tribu hostil al hombre blanco? - preguntamos recelosos.
- ¡Que va! ¡Todo lo contrario! - contestó al instante el padre José - Solo tenéis que saludarles diciendo "¡Tarumba loco loco!" para que os acojan como a hermanos.
- No es posible - contestamos nosotros que creíamos haber oído mal - ¡Nos van a freír a lanzazos!
- Si no es que no nos meten directamente en la cazuela - observó lúgubremente Tey Elizalde. Tenían razón los misioneros. Ante nuestra profunda sorpresa, los tongas respondieron a nuestro tímido "Tarumba loco loco" con estruendosas muestras de entusiasmo:
- ¡Tarumba loco loco! ¡Tarumba loco loco!
A la vista del cálido recibimiento que nos dispensaban aquellos "salvajes", Rafa arrojó al aire un puñado de banderitas de Montesa. En un segundo, el poblado se convirtió en una fiesta alocada de tongas que bailaban en torno a nosotros tocando el tam-tam y blandiendo las banderitas de papel sin dejar de canturrear el "tarumba loco loco", mientras nosotros nos doblábamos víctimas de un ataque de risa incontenible. Todavía me río cuando lo recuerdo. Era como vivir realmente la película de "Las minas del rey Salomón" en plan pacífico. Oriol regaló al gran jefe Siansale una chaquetilla de seda de "Wins" (otro de nuestros patrocinadores) y un casco de guardia urbano barcelonés, presentes que figuraban en nuestro equipaje previstos para estos casos de confraternización con los nativos. Siansale correspondió con una gallina blanca y el nombramiento de hijos adoptivos de la tribu. La gallina blanca la compartimos, a la vuelta, con los misioneros y las monjas de la misión de Kariangwe. No encuentro palabras para expresar la admiración y el respeto que me merecieron estas últimas: unas mujeres blancas enterradas voluntariamente en lo mas profundo de Africa para hacer el bien a sus semejantes sin esperar nada a cambio. Heroínas abnegadas y anónimas, sin ninguna relación con la baronesa Blichsen de "Memorias de Africa". Ignoro lo que se habrá hecho de ellas después de los profundos y agitados cambios que se han producido en Africa desde la independencia de las antiguas colonias.
Y hablando de independencia, no creo que Africa haya mejorado después de la partida de los europeos. En la actualidad, con las motos de trial actuales, la travesía del continente se podría hacer en menos de un mes. Si las circunstancias políticas y las luchas tribales lo permitieran. Es mi opinión personal.
En Isiolo, en la frontera de Kenya con Abisinia, ignoramos olímpicamente el cartel que prohibía internarse en el Distrito de la Frontera Norte, una tierra salvaje y desértica, en donde, no hacía mucho tiempo, una expedición suiza había sido diezmada por una banda de somalíes. El District Comisioner - un inglés rubicundo con shorts y monóculo - selló nuestros pasaportes, se encogió de hombros y nos deseó buena suerte:
- ¡Good luck, boys!
Saltaba a la vista que era un deportista. Fueron aquellas unas jornadas muy duras, que pusieron a prueba la resistencia de las motos y el temple y la maestría de mis compañeros. Entre las piedras del camino asomaban unos espinos punzantes, duros como el acero, que atravesaban las cubiertas de las Montesas como si fueran de mantequilla. Cubiertas normales, de ciudad, nada de tacos. También apuramos al límite la autonomía de nuestro equipo motor. La capacidad de los depósitos de gasolina embarcados en Kiboko estaba calculada para hacer 600 kilómetros sin repostar. Ya íbamos por los 550. Si al final de la última etapa, ya en Etiopía, no encontramos una destartalada pero providencial gasolinera, allí nos hubiéramos quedado, sin posibilidad de pedir auxilio. No teníamos radio ni nada parecido. Nos habíamos aventurado en aquel maldito desierto bajo nuestra propia responsabilidad. Yo no voy a discutir el mérito enorme los participantes del rally París-Dakar, pero si un piloto se pierde, en un segundo es localizado por su transmisor de señales vía satélite, y un vehículo acude en su ayuda.
En una acampada al aire libre (nos daba mucha pereza montar la tienda) descubrimos la cola de la Osa Mayor y la Estrella Polar a ras del horizonte. Quiere decirse que ya habíamos entrado en el Hemisferio Norte. Es un detalle en el que no habíamos caído cuando cruzamos el Ecuador por primera vez, entre Kenya y Uganda, a 3000 metros de altura y con un frío que pelaba. Lo que ocurrió es que la policía de fronteras sudanesa no nos dejó entrar en su país (para que no fuéramos testigos de las matanzas que perpetraban entre los negros cristianos y animistas) y tuvimos que volver a Nairobi para tratar de encontrar una ruta alternativa por Etiopía. Un rodeo, en una palabra.
De este último país cruzamos a Sudán, mucho mas al Norte de la zona de guerra, y en Kasala, la primera población árabe, fuimos amablemente invitados a pasar la noche en la cárcel por no recuerdo que jaleo con los pasaportes y los visados. Los árabes son muy picajosos con los europeos. Al final nos dejaron salir, y cruzamos el desierto de Nubia hasta Jhartum, en donde metimos las ruedas de nuestras fatigadas Montesas en las aguas verdosas del padre Nilo. Ya empezaban a acusar los efectos de la dureza de la marcha. Después de muchos tumbos y peripecias que serían muy largas de contar, una madrugada nos paramos a cambiar una bujía (creo que era de la moto de Tey) que había hecho una perla. Habíamos conducido toda la noche para escapar al calor del día y los rigores del sol. Estabamos cansados y muertos de sueño. Recuerdo que Enrique Vernis dijo:
- Mirad que montañas tan raras se ven allí.
Nos restregamos los ojos legañosos y miramos donde señalaba nuestro amigo. Era verdad. A la luz grisácea del amanecer, unas curiosas formas cónicas se destacaban por encima de la línea del horizonte.
- ¡Pero si son las Pirámides! - dijo Oriol dándose una palmada en la frente.
Era verdad. Las miramos estupefactos. Y emocionados. Era una evidencia incontestable de que habíamos cruzado Africa de cabo a rabo. Bueno, faltaban unos pocos kilómetros sin importancia para llegar a El Cairo y el mar. Era el 24 de marzo de 1962. Para celebrarlo, trepamos a los 150 de altura de la Pirámide de Keops y reptamos a la cámara sepulcral del difunto faraón por una estrecho pasadizo que olía a sudor y aire viciado. Era mejor no pensar que sobre nuestras cabezas gravitaban millones de bloques de piedra rigurosamente tallados. Dos curiosas experiencias que recomendaría a futuros viajeros alérgicos al vértigo y la claustrofobia.
En Alejandría dimos finalmente vista al Mediterráneo, nuestro Mediterráneo, tan luminoso y azul como puede contemplarse en la Costa Brava. Nos bañamos en una playa solitaria, comimos al amable sol de marzo y brindamos con los últimos restos de whisky consular que Enrique Vernis había puesto a buen recaudo. Luego nos adormilamos al sol, relajados, con la conciencia muy tranquila: habíamos cumplido nuestro compromiso con nuestros patrocinadores y con nosotros mismos. Desde aquel momento nos abandonó la obsesión del kilometraje diario.
Camino de Túnez, donde teníamos previsto embarcar para la Vieja Europa, visitamos los cementerios militares de los soldados ingleses y alemanes muertos en la batalla de El Alamein. Su sencillez los hacía mas emocionantes que las mismas Pirámides que habíamos dejado atrás: cientos y cientos de cruces plantadas en las arenas del desierto en filas que se perdían de vista. En una se leía: "Aquí yace un soldado solo conocido por Dios". Nos alejamos en silencio, a marcha lenta y con el corazón encogido.
Un velo de indefinible melancolía tiñó aquellas últimas jornadas de Operación Impala bordeando la orilla Sur del Mediterráneo. La aventura tenía los días contados. Nuestras tres Montesas petardeaban animosas por la Vía Balbia, un recuerdo positivo de la ocupación italiana. Magulladas y despintadas, acusaban la paliza de los mas de 15.000 kilómetros recorridos. Habían perdido la brillantez de sus colores originales. Pero el duro banco de prueba africano no había podido con su temple indomable. No me extraña que todavía se vean Montesas Impalas por las calles de Barcelona. Cerca de Trípoli, una tempestad de arena hizo que la "Lucharniega" (la moto de Enrique) gripara. Tey Elizalde y Rafa Marsans le cambiaron los aros del pistón con su acostumbrada habilidad. Fue el último percance grave de la aventura que estaba a punto de terminar. Quien mas, quien menos, todos teníamos ganas de volver a casa.
En Túnez embarcamos coche y motos en el "President de Cazalet", y nosotros sacamos pasajes de cuarta clase ... porque no había quinta. Los fondos expedicionarios, agotados, no daban mas de si. En la bodega, hacinados con los emigrantes norteafricanos que viajaban a Francia, soportamos un temporalazo que sacudió nuestro barco como si fuera una zodiac playera. La peor noche de Operación Impala, sin lugar a dudas. A la mañana siguiente desembarcamos en Marsella mas muertos que vivos.
Para cumplir el compromiso contraído con el gobierno andorrano por el tema de la matrícula de Kiboko, cruzamos el Port de Envalira colmado de nieve, soportando un frío del demonio. Curioso epílogo para un viaje africano. En Andorra la Vella nos esperaban nuestros patrocinadores y diversos familiares. Todo el mundo nos felicitaba. Hasta los aduaneros españoles de la Seo de Urgel:
- ¡Son ustedes unos héroes!
Habría sido el día ideal para pasar una partida de botellas de whisky de contrabando. En Barcelona nos tributaron un recibimiento triunfal. Y en la catedral nos cantaron un Te Deum, como si fuéramos Colón o algún otro navegante famoso que hubiera dado la vuelta al mundo. Estabamos avergonzados. Pero la acogida mas cálida nos la dispensó una buena viejecita que esperaba en la puerta, con una lechera en la mano y una toquilla de lana sobre los hombros.
- ¡Fills meus! - nos dijo con voz llorosa.
Todavía me estoy preguntando que diablos se estaría imaginando la buena señora. Era el 16 de abril de 1962. Ha pasado, pues, la friolera de cuarenta y un años. No obstante, conservo muy vivo el recuerdo de la aventura pasada. Me basta subirme a mi Impala, empuñar el manillar y cerrar los ojos, para ver a mis compañeros dormir acurrucados al amparo de nuestro fiel Kiboko. Un poco mas allá, las tres pequeñas Montesas parecen reposar de las fatigas del día. Hace rato que Rafa ha cerrado su maldito transistor y ahora ronca suavemente. Una ráfaga errática levanta un vago murmullo en los resecos matorrales del Northern Frontier District. Se apaga al poco, y el augusto silencio de la noche africana vuelve a reinar sobre nuestro improvisado campamento. Cuando todos durmamos, la Estrella Polar se elevará un poco sobre la línea quebrada del horizonte para velar nuestro sueño.

Manuel Maristany
Tres Torres Barcelona
Mayo 2001

PD. Modestia aparte, toda la aventura de Operación Impala la recojo en el libro que escribí, con este mismo título. Puede que aun queden algunos ejemplares en el mercado.

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